El Veladero, 9 de marzo 08 ║ Abelardo Ahumada
Griselda Álvarez Ponce de León rindió protesta como primera gobernadora del Estado de Colima el 1º de Diciembre de 1979, sesenta años exactos después de que Miguel Álvarez García, su padre, hiciera lo mismo el 1º de Noviembre de 1919, y 122 años también, de que su bisabuelo, Manuel Álvarez Zamora se convirtiera en el primer gobernador del Estado de Colima.
Don Manuel anduvo peleando con los insurgentes, más tarde fue un próspero comerciante y por último se convirtió en político y hacendado, como lo fueron varios de los poderosos de aquellos convulsos tiempos.
Entre sus propiedades estuvo la entonces muy extensa hacienda de Chiapa que llegó a tener hasta cinco mil hectáreas.
A don Manuel lo mataron el 26 de agosto de 1857, cuando no había cumplido ni los dos meses como gobernador, y su hijo Miguel quedó como heredero de la gran hacienda y engrandeció el capital, adquiriendo las pródigas tierras del desaparecido pueblo indígena de Quizalapa (hoy El Chical), que la convirtió en hacienda para heredársela a su vástago Higinio Álvarez García, mientras se ampliaba también desde Chiapa hasta el sur, hasta las tierras que fueron de El Chanal y La Capacha, que luego le heredó a otro Miguel, hijo y tocayo suyo, al que la gente bautizó y conoció durante años como El Capacha; un charro guapo y popular, que acabó siendo el gobernador que su hermano Higinio había querido ser sin lograrlo.
Miguel Álvarez, Capacha, estaba enamorado del campo y solía vivir largas temporadas en su hacienda de Chiapa, incluso cuando se casó. Sólo que a su joven señora no le gustaba mucho vivir en la relativa soledad del campo y, por eso, cuando ya estaba embarazada y esperando la niña que se habría de convertir en Griselda Álvarez, hizo que su marido la dejara irse a aliviar a Guadalajara, y fue por eso que Griseldita nació allá, aunque muchos años después reivindicara su jus sanguinis, que en español quiere decir derecho de sangre, para venir a gobernar Colima, no habiendo nacido aquí.
Como quiera que fuera, la niña parece haber hecho sus pininos en los amplios corredores de la hacienda fincada por su bisabuelo, perdiendo a su madre a muy temprana edad.
Cuenta en su libro de anecdótico de La Sombra Niña que incluso la fiesta de sus quince años fue allí, y la celebró de un modo muy especial que no referiré porque no viene al cuento de lo que hoy pretendo.
Volviendo al período de cuando ella se convirtió en la primera gobernadora, fue muy notorio para sus gobernados el hecho de que, no habiendo ella residido en Colima durante décadas, como que a veces sentía nostalgia de su hogar, familiares y círculo de amigos en la ciudad México, y con mucha frecuencia viajaba hacia allá, debiendo hacer antes el obligado y tal vez para ella molesto recorrido desde Colima hasta el aeropuerto de Playa de Oro, en el otro extremo de la entidad.
De repente, ya estando muy avanzado su sexenio, comenzó a correr el rumor de que aun sin que el aeropuerto de Playa de Oro diera indicios de saturación, la gobernadora estaba gestionando la construcción de otro, nacional, en las cercanías de la capital del estado. Lo que provocó asombro entre los ciudadanos.
Como el paisano Miguel de la Madrid acababa de ser electo presidente de la República, y como su antecesor en el mando había, como quien dice, chiqueado a Doña Gris, para apuntalar el experimento de darle el mando a una mujer en una entidad federativa, a MMH no le pareció mal la idea de construir ese otro aeropuerto y dio su visto bueno a la obra.
Al principio, los técnicos encargados de buscar el mejor lugar para el futuro aeropuerto le dijeron a Doña Gris que las mejores tierras para construirlo estaban por los rumbos del El Astillero de Arriba y El Astillero de Abajo, en la parte oriental del municipio de Colima, pero luego, inexplicablemente, se comenzó a construir en los terrenos de la antigua hacienda de Buenavista, en el municipio de Cuauhtémoc, en un sitio donde había dos profundas barrancas que forzosamente se tendrían que rellenar, encareciendo el costo de los trabajos.
Un ciudadano informado de los que nunca faltan, le comunicó a un aguerrido columnista comalteco que la razón no-técnica para construir el aeropuerto en los potreros de Buenavista radicaba en el hecho de que la gobernadora había adquirido unos meses antes el casco de la antigua hacienda de La Esperanza, ubicada en el municipio de Tonila, Jal., casi en la colindancia con el municipio de Cuauhtémoc, Col. Él columnista lo investigó y se dio cuenta de que en 1982 ella habría comprado dicha hacienda para dársela a su hijo Miguel, o viceversa. Por lo que quedó firme la hipótesis de que ése había sido el motivo por el que doña Griselda había gestionado el aeropuerto allí, aunque habría que decir en su descargo, que el mencionado aeropuerto, al que precisamente se le denominó Miguel de la Madrid, fue inaugurado casi dos años después de que doña Griselda había concluido su período y vuelto a radicar en México.
En el ínterin de todo ese tiempo me tocó conocer e ir a noviar con quien ahora es mi esposa, quien resultó ser hija de don José Carrillo Magaña, el último administrador de la mencionada hacienda antes de que sus tierras se convirtieran en un desvencijado ejido. Mi suegro me platicó entonces muchas cosas de las que él supo de aquella hacienda: como la de que en 1756 no era hacienda, sino rancho El Colorado, y que entre la Revolución y La Cristiada perteneció a un alemán conocido como don Enrique Schönduve, al que mató un cristero allí, un día de 1927 o 28; y como la de que los potreros de la enorme propiedad llegaban desde las faldas del volcán hasta la barranca del río Tuxpan.
Motivado por todos esos detalles, un domingo nublado de agosto de 1992, ya con la nueva carretera a Guadalajara en funciones, me fui con mi mujer y mi primer hijo a conocer La Esperanza, a la que me encontré cerrada y deshabitada, pero no vacía, puesto que se veían muebles desde el exterior.
Al cabo de un rato llegaron dos rancheros allí, abrieron el candado de la verja y nos aproximamos a saludarlos. Uno de ellos reconoció el rostro casi inconfundible de Olga, a quien había visto jugar en esos corredores, y eso nos abrió la puerta de la enorme finca, mientras observábamos allá afuera el montón de casuchitas pobres donde vivieron los antiguos peones y que en ese año del 92 eran ya de los ejidatarios que, por lo visto, seguían sin salir de apuros.
La casona estaba dotada por la parte externa con dos extensos corredores que formaban una “L” mayúscula como de 30 metros de largo por cada lado. Un grande y bonito cancel de hierro forjado daba por un pasillo a un amplio patio interior rodeado de tres corredores en donde había equipales y algunos otros muebles y aditamento propios de una vieja casona de campo. Mientras que de una pared colgaba un bonito cuadro representando una escena de jaripeo en la plaza circular hecha toda de ladrillo que se halla situada enfrente del portal principal.
Uno de aquellos rancheros cuidadores nos comentó que en esa plaza hizo sus pininos un famoso torero jalisciense, a quien, por cierto, me tocó ver torear en la Plaza de Toros de Villa de Álvarez mucho antes de que alguien tuviera la ocurrencia de llamarle La Petatera. Me refiero a Manuel Capetillo, que también llegó a ser actor de una media docena de películas campiranas y algunas telenovelas.
Hoy, casi 26 años después de que doña Griselda (o su hijo) compró el viejo casco de la antigua hacienda, hay en un muro pintada una lista de sus varios dueños, entre los que al final aparecen su hijo, Miguel Delgado Álvarez, y a su nuera Liliana de Pauli. Pero la edificación ya no es de uso privado sino que se ha convertido en un restaurante y hotel, mientras que las condiciones del pueblo han mejorado bastante.
Las mesas y las sillas del comedor cubren la mayor parte de los larguísimos corredores externos, con vista abierta hacia el volcán, la plaza de toros y los dilatados potreros de El Flojo, El Fresnal, Las Mulas, El Melón Zapote, La Bueyera, Llano Grande y Las Orillas de Bernabé, entre muchos otros que, derivando desde el volcán hacia la barranca del Tuxpan, contemplaron y recorrieron sus antiguos dueños, sin que a los actuales les pertenezcan.
Las habitaciones son pocas pero coquetas y no están uniformemente amuebladas, por lo que la casona en lo general parece un arcón de viejos y tal vez bonitos recuerdos entre los que sigue exhibiéndose una estatuilla de un jinete de sombrero cabalgando al galope, que tal vez le recordaba a doña Griselda su famoso padre charro que, según dicen las malas lenguas, un día siendo gobernador, no se aguantó las ganas de trepar por las escalinatas del Palacio a caballo y rayar el penco en el salón que hoy llaman De los Gobernadores. Cosas de hacendados, pues.
Griselda Álvarez Ponce de León rindió protesta como primera gobernadora del Estado de Colima el 1º de Diciembre de 1979, sesenta años exactos después de que Miguel Álvarez García, su padre, hiciera lo mismo el 1º de Noviembre de 1919, y 122 años también, de que su bisabuelo, Manuel Álvarez Zamora se convirtiera en el primer gobernador del Estado de Colima.
Don Manuel anduvo peleando con los insurgentes, más tarde fue un próspero comerciante y por último se convirtió en político y hacendado, como lo fueron varios de los poderosos de aquellos convulsos tiempos.
Entre sus propiedades estuvo la entonces muy extensa hacienda de Chiapa que llegó a tener hasta cinco mil hectáreas.
A don Manuel lo mataron el 26 de agosto de 1857, cuando no había cumplido ni los dos meses como gobernador, y su hijo Miguel quedó como heredero de la gran hacienda y engrandeció el capital, adquiriendo las pródigas tierras del desaparecido pueblo indígena de Quizalapa (hoy El Chical), que la convirtió en hacienda para heredársela a su vástago Higinio Álvarez García, mientras se ampliaba también desde Chiapa hasta el sur, hasta las tierras que fueron de El Chanal y La Capacha, que luego le heredó a otro Miguel, hijo y tocayo suyo, al que la gente bautizó y conoció durante años como El Capacha; un charro guapo y popular, que acabó siendo el gobernador que su hermano Higinio había querido ser sin lograrlo.
Miguel Álvarez, Capacha, estaba enamorado del campo y solía vivir largas temporadas en su hacienda de Chiapa, incluso cuando se casó. Sólo que a su joven señora no le gustaba mucho vivir en la relativa soledad del campo y, por eso, cuando ya estaba embarazada y esperando la niña que se habría de convertir en Griselda Álvarez, hizo que su marido la dejara irse a aliviar a Guadalajara, y fue por eso que Griseldita nació allá, aunque muchos años después reivindicara su jus sanguinis, que en español quiere decir derecho de sangre, para venir a gobernar Colima, no habiendo nacido aquí.
Como quiera que fuera, la niña parece haber hecho sus pininos en los amplios corredores de la hacienda fincada por su bisabuelo, perdiendo a su madre a muy temprana edad.
Cuenta en su libro de anecdótico de La Sombra Niña que incluso la fiesta de sus quince años fue allí, y la celebró de un modo muy especial que no referiré porque no viene al cuento de lo que hoy pretendo.
Volviendo al período de cuando ella se convirtió en la primera gobernadora, fue muy notorio para sus gobernados el hecho de que, no habiendo ella residido en Colima durante décadas, como que a veces sentía nostalgia de su hogar, familiares y círculo de amigos en la ciudad México, y con mucha frecuencia viajaba hacia allá, debiendo hacer antes el obligado y tal vez para ella molesto recorrido desde Colima hasta el aeropuerto de Playa de Oro, en el otro extremo de la entidad.
De repente, ya estando muy avanzado su sexenio, comenzó a correr el rumor de que aun sin que el aeropuerto de Playa de Oro diera indicios de saturación, la gobernadora estaba gestionando la construcción de otro, nacional, en las cercanías de la capital del estado. Lo que provocó asombro entre los ciudadanos.
Como el paisano Miguel de la Madrid acababa de ser electo presidente de la República, y como su antecesor en el mando había, como quien dice, chiqueado a Doña Gris, para apuntalar el experimento de darle el mando a una mujer en una entidad federativa, a MMH no le pareció mal la idea de construir ese otro aeropuerto y dio su visto bueno a la obra.
Al principio, los técnicos encargados de buscar el mejor lugar para el futuro aeropuerto le dijeron a Doña Gris que las mejores tierras para construirlo estaban por los rumbos del El Astillero de Arriba y El Astillero de Abajo, en la parte oriental del municipio de Colima, pero luego, inexplicablemente, se comenzó a construir en los terrenos de la antigua hacienda de Buenavista, en el municipio de Cuauhtémoc, en un sitio donde había dos profundas barrancas que forzosamente se tendrían que rellenar, encareciendo el costo de los trabajos.
Un ciudadano informado de los que nunca faltan, le comunicó a un aguerrido columnista comalteco que la razón no-técnica para construir el aeropuerto en los potreros de Buenavista radicaba en el hecho de que la gobernadora había adquirido unos meses antes el casco de la antigua hacienda de La Esperanza, ubicada en el municipio de Tonila, Jal., casi en la colindancia con el municipio de Cuauhtémoc, Col. Él columnista lo investigó y se dio cuenta de que en 1982 ella habría comprado dicha hacienda para dársela a su hijo Miguel, o viceversa. Por lo que quedó firme la hipótesis de que ése había sido el motivo por el que doña Griselda había gestionado el aeropuerto allí, aunque habría que decir en su descargo, que el mencionado aeropuerto, al que precisamente se le denominó Miguel de la Madrid, fue inaugurado casi dos años después de que doña Griselda había concluido su período y vuelto a radicar en México.
En el ínterin de todo ese tiempo me tocó conocer e ir a noviar con quien ahora es mi esposa, quien resultó ser hija de don José Carrillo Magaña, el último administrador de la mencionada hacienda antes de que sus tierras se convirtieran en un desvencijado ejido. Mi suegro me platicó entonces muchas cosas de las que él supo de aquella hacienda: como la de que en 1756 no era hacienda, sino rancho El Colorado, y que entre la Revolución y La Cristiada perteneció a un alemán conocido como don Enrique Schönduve, al que mató un cristero allí, un día de 1927 o 28; y como la de que los potreros de la enorme propiedad llegaban desde las faldas del volcán hasta la barranca del río Tuxpan.
Motivado por todos esos detalles, un domingo nublado de agosto de 1992, ya con la nueva carretera a Guadalajara en funciones, me fui con mi mujer y mi primer hijo a conocer La Esperanza, a la que me encontré cerrada y deshabitada, pero no vacía, puesto que se veían muebles desde el exterior.
Al cabo de un rato llegaron dos rancheros allí, abrieron el candado de la verja y nos aproximamos a saludarlos. Uno de ellos reconoció el rostro casi inconfundible de Olga, a quien había visto jugar en esos corredores, y eso nos abrió la puerta de la enorme finca, mientras observábamos allá afuera el montón de casuchitas pobres donde vivieron los antiguos peones y que en ese año del 92 eran ya de los ejidatarios que, por lo visto, seguían sin salir de apuros.
La casona estaba dotada por la parte externa con dos extensos corredores que formaban una “L” mayúscula como de 30 metros de largo por cada lado. Un grande y bonito cancel de hierro forjado daba por un pasillo a un amplio patio interior rodeado de tres corredores en donde había equipales y algunos otros muebles y aditamento propios de una vieja casona de campo. Mientras que de una pared colgaba un bonito cuadro representando una escena de jaripeo en la plaza circular hecha toda de ladrillo que se halla situada enfrente del portal principal.
Uno de aquellos rancheros cuidadores nos comentó que en esa plaza hizo sus pininos un famoso torero jalisciense, a quien, por cierto, me tocó ver torear en la Plaza de Toros de Villa de Álvarez mucho antes de que alguien tuviera la ocurrencia de llamarle La Petatera. Me refiero a Manuel Capetillo, que también llegó a ser actor de una media docena de películas campiranas y algunas telenovelas.
Hoy, casi 26 años después de que doña Griselda (o su hijo) compró el viejo casco de la antigua hacienda, hay en un muro pintada una lista de sus varios dueños, entre los que al final aparecen su hijo, Miguel Delgado Álvarez, y a su nuera Liliana de Pauli. Pero la edificación ya no es de uso privado sino que se ha convertido en un restaurante y hotel, mientras que las condiciones del pueblo han mejorado bastante.
Las mesas y las sillas del comedor cubren la mayor parte de los larguísimos corredores externos, con vista abierta hacia el volcán, la plaza de toros y los dilatados potreros de El Flojo, El Fresnal, Las Mulas, El Melón Zapote, La Bueyera, Llano Grande y Las Orillas de Bernabé, entre muchos otros que, derivando desde el volcán hacia la barranca del Tuxpan, contemplaron y recorrieron sus antiguos dueños, sin que a los actuales les pertenezcan.
Las habitaciones son pocas pero coquetas y no están uniformemente amuebladas, por lo que la casona en lo general parece un arcón de viejos y tal vez bonitos recuerdos entre los que sigue exhibiéndose una estatuilla de un jinete de sombrero cabalgando al galope, que tal vez le recordaba a doña Griselda su famoso padre charro que, según dicen las malas lenguas, un día siendo gobernador, no se aguantó las ganas de trepar por las escalinatas del Palacio a caballo y rayar el penco en el salón que hoy llaman De los Gobernadores. Cosas de hacendados, pues.
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